jueves, 6 de marzo de 2008

Desvaríos matutinos...

Querida Carrie:

Los momentos más decisivos de mi vida han transcurrido en medios de transporte. Desde pequeña me relajaba el traqueteo del coche, era mi sitio favorito para echarme un sueñecito placentero.

Es una especie de sensación mágica encontrarme en una guagua, en un tren o, a falta de éstos, en un coche, y sentir el suave movimiento mientras el sol calienta mi cara y poder observar el mundo desde una pequeña ventana.

Hoy ha sido uno de otros muchos días en los que me encontré en esta situación y mi cerebro empezó a funcionar. Miré hacia la ciudad y vi demasiado. Carteles electorales para dar y regalar, coches, tiendas, gente… Demasiado, todo era demasiado. ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza que actualmente todo es demasiado?

A veces me da por pensar que en épocas pasadas, en que a pesar de la falta de comodidades, la vida tenía que ser mucho más sencilla. Y no es que apoye la escasez, la pobreza o la esclavitud. Es sólo que las grandes ideas tenían cabida. Me explico: No sé si me estoy volviendo paranoica, pero últimamente pienso que quedan pocas cosas originales, pocas cosas por inventar. Parece que cada canción contiene los acordes de otra, que no quedan temas sobre los que escribir, que hasta las relaciones siguen siempre un mismo patrón. Anteriormente, en cambio, todo era nuevo, original, sorprendente.

Es como si ya lo hubiésemos visto todo. Está claro que la vida es demasiado corta para poder decir ‘’lo he visto todo’’ o ‘’lo he vivido todo’’, pero en cierto modo podemos sentirlo así. Porque si es verdad que nosotros no lo hemos vivido, los protagonistas de nuestras series, películas, canciones o libros favoritos, sí lo han hecho. ¿Ventaja o desventaja?

Todo es ‘’tan demasiado’’ que es comprensible que lleguemos a agobiarnos. Puedo entender incluso que las enfermedades de nuestra era sean las depresiones, adicciones o los trastornos alimentarios. Es difícil sentirse satisfecho y centrarse cuando nos vemos abordados por un exceso de información constantemente. Todos nos sentimos hormiguitas e intentamos sobresalir por encima de la gran masa, porque digamos lo que digamos, todos soñamos con ser especiales. Para ello no queda otro remedio que destacar en algo.

Algunos tiran la toalla incluso antes de empezar a caminar, desanimados por el ‘¿qué cosa tan especial voy a hacer/tener yo que no hagan/tengan cientos de personas más?’. Pero la mayor parte de nosotros lo intentamos con prácticamente todas nuestras fuerzas. Y en muchas ocasiones nos sentimos saturados, intentando abarcar mucho o exigiéndonos más de lo que podemos dar, estirándonos hasta la extenuación.

Hay otro grupo muy pequeño de personas que se dan cuenta de que no sirve de nada conseguir nuestras metas si nos perdemos a nosotros mismos en el intento. Porque hay un determinado instante en medio de ese agobio en el que nos convertimos en nuestros propios autómatas, títeres que viven esclavizados por aquello que debería estar haciéndoles felices. Es importante darse cuenta a tiempo y escucharnos más. Lo queramos o no, somos lo primero. No es egoísmo, es naturaleza. Somos nuestros mejores amigos y nuestros peores enemigos, así que merece la pena (y mucho) vivir en una tregua constante.

Porque si nos agobiamos, quizás consigamos lo que nos proponemos, pero habremos dejado tanto atrás por conseguirlo y nos habremos maltratado y exigido tanto, que cuando lo consigamos, no estaremos pletóricos, sino todo lo contrario, esa vocecita interior estará demasiado resentida y maltratada.

En cambio, podemos respirar hondo y tomarnos el tiempo que haga falta para destacar sobre la multitud. Estando siempre atentos a esos pequeños avisos que nos indican que debemos parar, mimarnos un par de días, recapitular, escucharnos y continuar intentándolo con más fuerza.
He de confesar que yo, como casi todos, vivo en esa espiral del continuo perfeccionismo. Esto me ha causado ya muchísimos disgustos conmigo misma y con todos los que me rodean. Algunos días me he llegado a encontrar verdaderamente apática, sin fuerzas para nada más que para dormir. O lo peor de todo, intentando ocupar cada una de mis horas con el único deseo de que llegase la noche para dormirme y que empezar un nuevo día. ¿Con qué fin? Supongo que funciona como el piloto automático de los aviones: ‘’Que esté todo planeado y pase muy rápido, sin contratiempos, para llegar lo más pronto y fácilmente posible al destino’’. Ponemos el piloto automático para alargar situaciones conflictivas. Para evitar centrarnos o pensar qué es lo que no queremos afrontar, qué es lo que falla, para no ‘’tomar los mandos’’ de nuestras vidas por un tiempo.
En los últimos meses me he sorprendido a mi misma saliendo de este ‘modo automático’ a las pocas horas de entrar en él, por muy difícil que fuese la situación en la que me encontrara. Me he sorprendido intentando una y otra vez las cosas, sin limitarme pensando en todas las ocasiones fallidas.

Y no fue hasta hoy, en uno de esos trayectos en guagua, que descubrí cuál era la gran diferencia entre antes y ahora, el motivo desencadenante del cambio.

En algún punto del camino, entre mis miles de altibajos, empecé a conocerme realmente, a predecir mis reacciones, a reconocer mis gustos y preferencias, a saber discernir entre bueno y malo, a aceptar mis fallos y valorar mis virtudes… Y casi sin darme cuenta, me di cuenta de lo maravillosamente especial que era. Es cierto que estamos muy acostumbrados a escuchar ese rollo de que cada persona es única, especial, irrepetible y bla bla bla. Pero realmente hasta que lo vivimos no podemos hacernos ni una pequeña idea de lo que significa esto.

Me quiero (por fin!), me conozco y… quiero a ese mundo bullicioso que veo cada mañana a través de mi ventana (a pesar de todo).