miércoles, 27 de febrero de 2008

Pequeña historia de amor inconcluso

Querida Carrie:

Hace ya varias semanas que prometí contarte algo acerca de una sorpresita en San Valentín, ¿recuerdas? En realidad es una chorradita, pero procedo:

Nada más despertarme por la mañana el 14 de febrero, sonó mi móvil. Sorpresa: Mr. P!

¿Quién es Mr. P? Es el chico por el que cualquier chica suspiraría. Lo conocí mi primer día de universidad, en octubre, casi por casualidad. Siempre suelo confiar en mis primeras impresiones, pero he de reconocerte que ésta fue totalmente errónea. Me dije: ‘’bah, el típico chulito guapete que viene a la universidad a hacer bonito y ligar’’.

La universidad estaba a 2h de camino del lugar donde vivía, que casualmente estaba a 5 minutos de su casa. Así que pasados unos días, empezamos a quedar todas las mañanas para hacer el viajecito juntos en tren.

Soy totalmente consciente de que soy muy rara para ‘aguantar a las personas’, o como quieras llamarlo. Me gusta estar sola (que no sentirme sola), prefiero estar en casa con un buen libro/serie/película/cd que devanándome los sesos para encontrar temas de conversación con el pesado de turno. Y sé que seguramente me pierdo a muchas personas especiales, pero el tiempo me ha ido… ‘introvirtiendo’.

El caso es que los primeros días me llevaba mi librito y me pasaba leyendo las dos horas a su lado, para no tener que molestarme en hablar con él. Mientras tanto, Mr. P escuchaba música.
Y precisamente fue eso lo que nos unió, la música. Uno de esos días revisé su mp3 y tengo que decir que nunca he encontrado a nadie con gustos musicales tan parecidos a los míos, así que sin quererlo empezamos a hablar.

Un mes después, la situación había degenerado completamente. Se había convertido en mi mejor amigo y había sacado a relucir mi parte más espontánea y personal. Con decirte que cada mañana íbamos cantando las 2 horas de trayecto. La gente nos miraba extrañados o bien se reían. Entiéndeme, es muy raro encontrarse a dos personas con sonrisas permanentes, cantando a voces y riéndose del mundo en general, cuando ni siquiera ha amanecido y el resto del mundo dormita en el tren.

Lo confieso: Desde la última vez que le vi nadie ha conseguido que vuelva a reírme con ganas. Por no decirte que es la única persona que realmente lo ha logrado.

¿Sabes a la sensación que me refiero? No quiero decir simplemente ‘reir’, me refiero a sentir auténtica euforia, a quedarte casi sin aire, a que te duelan los cachetes, a querer comerte el mundo por segundos.

Pues bien, me sentía como un niño con zapatitos nuevos. Siempre del brazo de mi nuevo amiguito, viendo cómo todas las chicas se paraban a mirarle, asombradas con su alegría y atractivo.

Me mudé a un piso cerca de la universidad y él empezó a quedarse casi todas las noches a dormir conmigo. Sí, DORMIR CONMIGO en una cama en la que yo cabía a duras penas sola. ¡Qué de noches nos pasamos hablando de nada hasta el amanecer! Y lo confortable que era dormir entre sus brazos… Pero no Carrie, pese a lo que puedas pensar, nunca sobrepasamos la barrera de ‘buenos amigos’.

Hasta que una semana antes de las vacaciones de Navidad exploté y le dije cómo me hacía sentir. Estaba segura de que él no me iba a corresponder y la amistad iba a volverse más fría, pero me arriesgué. Y gané. Empezamos una relación.

Pero el chico perfecto para mí tenía un gran fallo: no me atraía. Ahora sé que seguramente sí que me hubiese atraído si no lo hubiera comparado con el ex del que te llevo hablando tantos días. Big mistake, you know.

De todas formas, eso no fue lo que nos separó. Puse tierra de por medio, cambié de ciudad y volvimos a ser amigos. Esta vez ‘ciber-amigos’.

Por eso me sorprendió tanto su llamada, sus sentimientos seguían intactos y comprobé que solo él podía conseguir estampar una sonrisa de tonta en mi cara durante horas, a pesar de ser San Valentín.

Hay millones de canciones que me recordarán siempre a él, pero una en especial:


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